Viernes. Ningún marino cuerdo se echa a la mar el día de la Crucifixión o, de lo contrario, la desgracia y el rencor habrán de perseguirlo durante la travesía. Así que aquí estoy yo, un viernes del mes de junio, alzando la vista a un buque gigantesco que me llevará desde este puerto de Felixstowe en el sur de Inglaterra hasta Singapur, durante cinco semanas y 15.000 kilómetros, pasando por los pilares de Hércules, aguas de piratas e inclemencias meteorológicas. Me detengo al pie de la escalerilla del buque y espero a mi acompañante, paralizada y aterrorizada por la inmensidad de esta cosa, casi toda del color del cielo en un día de verano, igual de azul; la quilla pintada de un rojo mate, y su nombre –Maersk Kendal– escrito en uno de sus lados.
Una enorme actividad me rodea. En un puerto de contenedores moderno todo es enorme, abrumador, aplastante. El Kendal por supuesto, pero también los tremendos vagones, los gigantescos cajones de muchos colores, las sólidas grúas pórtico que cruzan por encima del puerto, superando en más de diez pisos a barcos que, a su vez, miden tres campos de fútbol de longitud. Apenas ves personas.
Cuando el periodista Henry Mayhew visitó los muelles de Londres en 1849, se encontró con «maestros carniceros arruinados y decrépitos maestros panaderos, taberneros, especieros, viejos soldados, antiguos marineros, refugiados polacos, caballeros arruinados, pasantes despedidos, funcionarios del Gobierno expulsados, mendigos, pensionados, sirvientes, ladrones». Pero hace tiempo que se fueron. Esta es una estación terminal, o quizá Terminator, un lugar en el que todas las personas se hallan escondidas en la cabina de una grúa o de un tráiler y donde todo son máquinas vociferantes. Lee el resto de esta entrada »